sábado, marzo 29, 2008

Aunque es de noche - Cristian Warnken

De emol.com

Jueves 20 de Marzo de 2008

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Amado hijo: te tengo una noticia muy importante: hoy, a las 2.48 de la mañana, comenzó el otoño. El sol se trasladó del hemisferio sur al norte, cruzando la línea del Ecuador. Ha llegado la estación más hermosa a esta bella ciudad envenenada. Los liquidámbares y los gingos estallarán con su euforia de árboles extranjeros trasplantados aquí. Ojalá abril no sea el mes más cruel, como dijo un poeta de otro hemisferio, sino el más sabio, el que nos enseñe una y otra vez que las hojas tienen que caer para hacerse humus, y que en todo ocaso o final late una remota esperanza. Pisaré todas las hojas posibles por ti, y contigo meteré mis zapatos en todos los charcos de agua, como el niño que nunca debí dejar de ser, me detendré a recibir en la cara todas las brisas de la estación. Nos lo dijo Bob Dylan, quizás el último bardo del norte, en su visita: "La respuesta está soplando en el viento". Valió la pena ir a su concierto, a pesar de la pena, sólo para escucharlo decir otra vez: "The answer, my friend, is blowing in the wind".

Hijo: a veces te siento en el viento, a veces te respiro en el aire de la tarde, cuando todos los niños ya están en sus casas comiendo o preparándose para dormir. Yo ya no espero nada de las imposibles y gastadas preguntas, los "porqués" o "para qués". En tu ausencia, sólo puedo balbucear un "entonces", a lo más un "tal vez".

En el hemisferio norte se espera el fin de la cuaresma con la llegada de la primavera; a nosotros nos toca celebrarla con el otoño. En este fin del mundo, es menos obvia, más interior la coincidencia entre los ciclos de la tierra y ese rito. ¡Y aquí, donde te tocó nacer y morir, las hojas de los árboles nativos son perennes!

Hijo: ésta es la última vez que hablaré de ti a los otros. Ha llegado el momento de que este duelo se eclipse, como uno más entre los millones de duelos anónimos de la multitud de los que siguen alentando pasos sobre la tierra.

Yo -antes de tu partida- creía con un filósofo francés que "el infierno son los otros". Esos miles de correos de los lectores que postearon en los blogs -como rescatistas espontáneos- para tendernos una mano muestran que tiene más razón tu hermano Alonso que Jean Paul Sartre. Él nos contó -apenas partiste- que te habías aparecido en un sueño para decirle: "Dile a mi mamá que no tenga pena, porque la amaré siempre en el corazón de toda la gente".

¿Qué sería de nosotros sin el corazón de los otros? ¡Porque Dios ha callado como un padre ausente y nos ha abandonado a la insoportable sensación de la nada! Son los otros -nuestros hermanos huérfanos- y no Él, nuestro padre, los que hicieron un arca para que no naufragáramos en este mar de lágrimas.

Clemente: ya estás en el corazón de los miles que nos escribieron y regalaron las "extrañas flores del consuelo". Ésas que brotan y crecen lejos del ruido y la furia, "en las holladas praderas de nuestra pobreza".

Hijo: hace más de dos mil años, otro hijo, pero que se decía hijo de Dios, moría, y sus discípulos repartían a todos los vientos la certeza de su resurrección. ¡Yo cambiaría mi propia resurrección -si pudiera, ahora mismo- sólo por abrazarte otra vez!

Hijo: ¿es esa promesa verdad, o el consuelo más extraordinario y hermoso inventado por el hombre para calmar el insoportable dolor del mundo? ¿Nos reencontraremos algún día -hijo y padre pródigos-, o nos disolveremos como una hoja más en el otoño cósmico? Hijo: ¡sólo tú puedes decírmelo al oído, como cuando me contabas un secreto cuando jugábamos! ¡Hagamos trampa esta vez y dime la verdad!: esperaré el otoño, la primavera y todas las estaciones que sea necesario para recibir tu respuesta.

Esperaré que me la traiga el viento. Esperaré como te esperamos nacer. Para nacer de nuevo. Aunque es de noche.

miércoles, marzo 12, 2008

A ti - Cristián Warnken


Jueves 06 de Marzo de 2008 (tomada de emol.com)

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A ti que lees estas líneas, que estás bajando por una de las tantas autopistas de la ciudad en esta mañana de marzo o, tal vez, estás en un vagón del Metro -con la mirada extraviada, como todos los que viajan a esta hora-, o paladeas el primer café y recorres distraído las páginas de este diario, buscando algo que no sabes qué es. A ti, que llevas a tus hijos al colegio y que acabas de no escuchar una pregunta que te hizo tu hija más pequeña, porque estabas pensando en otra cosa. A ti, que acabas de salir de la ducha y te ves un instante en el espejo. A ti, que pasas rápido a mi lado y casi me empujas y no me ves. A ti, que -con apenas 18 años- te levantas con el tedio pegado en el alma y te enchufas al computador para no abrir la ventana de tu pieza que da al jardín. A ti, que miras a tu marido todavía dormir a tu lado, y ves su nuca y su piel gastada, y sientes en el centro de tu pecho un hueco, la sensación de un cansancio del que quisieras huir a miles de kilómetros de ahí. A ti, que estás comprando el pan sin emocionarte con su olor y su temperatura. A ti, que entraste al cajero automático y descubriste que el saldo de tu cuenta era negativo, y sientes miedo, rabia, angustia. A ti, que acabas de dejar a tu niño en la sala cuna y te fuiste sin cantarle esa canción "que a él tanto le gusta". A ti, que acabas de entrar en la oficina y te dispones a iniciar un día igual a todos los días, trabajando sin amor por lo que haces, como pieza de un engranaje que te devora.

A ti quiero agarrarte de la solapa, del brazo -con respeto, pero con fuerza-, a ti quiero detenerte en tu carrera loca y decirte lo que tal vez nadie te ha dicho nunca, porque no se enseña en los colegios ni aparece en los diarios. Yo no soy nadie para quitarte cinco minutos de tu atiborrada y desesperada agenda, soy uno más entre los millones que bajan esta mañana a comenzar un día más en la ciudad. Entonces, ¿por qué habrías de desconectarte de tu "iPod" o apagar tu celular para escucharme? Pensarás acaso que soy un predicador más, un vendedor de seguros, o alguien que quiere robarte a plena luz del día. Sé que me mirarás con recelo, con molestia, con desconfianza.

A ti, que me oyes pendiente de tu reloj, quiero decirte, antes de que desaparezcas devorado por la multitud: "El hombre es desgraciado porque no sabe que es feliz. ¡Eso es todo! Si cualquiera llega a descubrirlo, será feliz de inmediato, en ese mismo minuto. Todo es bueno".

¿Y eso era todo? -me dirás-. Sí, y te digo: todo lo demás, fuera de eso, es nada.

Si te he agarrado de la solapa y te he abordado a esta hora de la mañana de este jueves que escribo es para decirte que eres feliz y no lo sabes. Y que eso que te dije lo dijo una vez un hombre como tú, que se llamó Dostoyevski. Y yo, ¿quién soy para hablarte así, para entrar en tu privacidad y leerte la cita de un ruso que no conoces? Yo soy el muerto. Yo estoy muerto, tú estás vivo.

¿Muerto tú? -me dirás-. ¡Pero si puedo tocarte y verte y oírte!

Sí, pero estoy muerto. Yo me levantaba en las mañanas como tú, prendía la radio como tú, paladeaba un café como tú, miraba distraído las primeras nubes en el cielo, y llevaba a mi hijo al jardín, y no sabía que era feliz, que estaba vivo. No lo sabía, como tú no lo sabes, como no lo saben tantos que no pisan con placer las primeras hojas del otoño, que no se detienen a ver los primeros rayos de luz colarse por la ventana para entibiar la piel del o la que duerme todavía a tu lado.

Pero esto, en realidad, no me lo enseñó Dostoyevksi, sino mi pequeño hijo Clemente, un niño como millones de niños que en este momento son llevados al colegio, un niño que me hizo una pregunta que no escuché una mañana de un jueves como hoy. ¡Eres feliz y no lo sabes! Eso es lo que enseñan los niños que mueren, eso lo aprendemos de un golpe los que morimos con ellos, eso es lo que los vivos como tú no pueden escuchar.

martes, febrero 26, 2008

Buenos días, señor abismo - Cristián Warnken


Jueves 21 de Febrero de 2008

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Hoy siento la derrota de ser hombre, porque he metido mis pies en el abismo y no puedo sacarlos de ahí; porque vago con una débil lámpara que se apaga, en una larga noche de tormenta, y toco puertas que no se abren, y tiemblo de terror y pena como un niño.

Soy una hoja batida por el viento, una casa en ruinas, un árbol caído y sin raíces. Soy el derrotado, el fulminado, el caído. Soy el hombre, el mamífero que piensa y ríe, el que se creyó Dios -y bailó sobre la tumba de Dios-, pero que -sin aviso- es ahora el gusano que repta y clama. ¿Y quién lo escucha?

A veces hablo en voz alta como un loco, un loco que ríe y llora al mismo tiempo, a veces caigo de rodillas, a veces miro mi propio rostro reflejado en el agua y no me reconozco. ¿Quién eres? -me pregunta una vieja voz que me parece familiar-, y digo "No sé". "¿Tú no eres acaso el hombre, el que leía poemas a voz en cuello, el que hacía preguntas hermosas, el que creía en la palabra, el que acunaba certezas?". "No -le digo-. Yo soy el derrotado, ábreme por favor tu puerta, dame un poco de luz". La voz tose, cierra los postigos, me pide que me aleje de ahí, como un leproso. Soy un leproso, un sarnoso, llevo la peste de la duda, la fiebre del dolor pegada a la piel, soy una pura desolladura. Una desolladura que camina a la intemperie. Un abismo con el cuerpo de un hombre, con dos pies, dos manos, una camisa abotonada, un abismo con cabellos, con células, con ojos. Un abismo con carné de identidad, un abismo con familia, sueldo, amigos, casa..., pero un abismo. Un abismo que está de vacaciones, un abismo que lee los periódicos, come sushi, duerme la siesta. El que se sienta conmigo a conversar conversa con un abismo, el que me abrace abrazará a un abismo, el que haga negocios conmigo no debe olvidar que soy un abismo. Voy al baño, como, pago las cuentas, pero soy un abismo. Antes lo había leído, pero ahora lo sé. El abismo ya no es sólo una palabra abstracta que leí alguna vez en Pascal o Baudelaire. No, el abismo se instaló en mi casa, usa mis pantuflas, mi piyama, se acuesta con mi mujer.

Me siento en una silla, la silla no puede tapar el abismo, porque soy el abismo. Me duermo abismo, me despierto abismo. Un abismo que llora... ¿Hay algo más impresionante que un abismo que llora?

Ya viene marzo -piensas-, todo volverá a la normalidad: llevarás a tu hijo al colegio, irás a reuniones, preguntarás por la tasa de interés de un crédito. Pero, ¿podrás hacer todo eso sabiendo que eres abismo? Sabes que cada vez que lloras eres más abismo aún, y te pones la corbata y lloras, y los zapatos y tus pies lloran. Pero te levantarás. Que un abismo se levante a las siete de la mañana es un milagro. Pero lo harás y entrarás a un cajero automático, y el dinero pasará por las manos del abismo.

Conversarán contigo los creyentes y tendrán miedo. Los hedonistas se lo comerán todo, se lo tomarán todo, para olvidar que te vieron. Los de la farándula te colocarán en su lista negra. Los "paparazzi" no verán nunca tu verdadero rostro. Los intelectuales te presentarán sus respetos, pero no bajarán contigo a tu abismo. Entonces, optarás por hablar de fútbol o política en las recepciones y los cócteles, te aferrarás a dos o tres perogrulladas para no oler ni apestar a abismo.

Ahora estás sentado en un café y recorres tu agenda nueva, vacía. Alguien pasa junto a ti, te roza, te estremeces... Miras a los ojos al que acaba de sentarse en la mesa del lado, y lo reconoces al vuelo: ¡él también es un abismo! Disfrazado, perfumado como tú, pero un abismo al fin y al cabo, tu semejante, tu hermano. ¿Y qué tal si -rompiendo todas las formalidades del caso- te sientas a conversar con él? Abismo frente a abismo, díganse lo necesario, lo esencial. La verdad abismal del hombre que nadie quiere oír en estos días.

jueves, febrero 14, 2008

Mi Amor por Ti - Cristián Wanken

Les copio la columna del 2 de febrero de Cristian Warnken.

Cristián Warnken
Jueves 07 de Febrero de 2008
Mi amor por ti

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¿Cómo comenzar esta columna sin temor de hacer el ridículo? Fernando Pessoa dijo una vez que todas las cartas de amor son ridículas. ¿Y las columnas de amor? ¿Se puede escribir una columna de amor? No estás en ninguna pauta, no eres titular de los diarios por el puro hecho de existir, pero -aunque suene a cliché irredimible- eres para mí la noticia que siempre será noticia. Pensé eso cuando vi la fotografía de esa pareja a la que la lava del volcán en erupción sorprendió abrazados, en la Pompeya de hace miles de años. Abrazados, derrotaron al fuego y al olvido con un gesto que conmovió al arqueólogo, al fotógrafo y a todos los que vieron emerger desde el fondo de los tiempos y de las ruinas esta "PietÀ" del amor humano. ¿Qué los salvó? No los salvó la épica, ni la gloria, ni la fama. Los salvó el amor.

Siempre quise escribirte un poema de amor, pero no pude. Cada vez que lo empezaba, me parecía un pobre ejercicio de retórica que no decía nada de ti. Entonces preferí hacer míos los poemas de amor de Éluard a Nusch, los de Apollinaire a Lou y los de Miguel Hernández a su mujer. Esos poetas parecían haberte conocido, porque decían de ti lo que yo no podía decir.

Si todas las cartas de amor son ridículas, quiero que esta columna sea ridícula, porque si no, no sería de amor. La escribo mientras le estás dando pecho a nuestro tercer hijo, en la pieza contigua. He oído que no hay que casarse con Beatriz ni con la Reina de Saba; que los grandes amores se realizan lejos de la contingencia, de la prosaica realidad de las mamaderas, los pañales, los cansancios.

"Amor perdido y hallado,/ y otra vez la vida trunca./ Lo que siempre se ha buscado/ no ha debido hallarse nunca", dijo un Neruda muy joven. Pero, ¿de qué me habría servido perderte, si te busqué siempre, más allá del tiempo, para vivir juntos, aquí y ahora, esta aventura, con todos sus bemoles y sus grietas? Ésta es nuestra Eneida real, nuestra Odisea de todos los días. Nuestra guerra de Troya se da en los límites de nuestro hogar, cuando en los peores momentos somos capaces de decir, como lo dijo el héroe griego: "Eres el amor que florece".

Tu nombre significa en los Balcanes "lucero de la mañana". Por eso, amanecer junto a ti es una fiesta: saber que estás ahí después de que acabó la noche.

Escribo esta torpe columna de amor en las horas más duras que un hombre y una mujer puedan vivir juntos. Este próximo 14 de febrero es el Día de los Enamorados, que coincide con la fecha de nacimiento de Clemente, nuestro amado hijo que se fue. ¡En una misma fecha, se juntan la prueba máxima de la existencia del amor y la prueba máxima para la supervivencia del amor! Sé que la muerte de un hijo trae el amargo sabor a derrota total que a veces atraviesa la existencia humana. Pero sé también que no hay nada que perturbe tanto a la muerte como la sonrisa de los que se aman. La muerte envidiosa tendrá que soportar nuestros besos y abrazos, que sobrevivirán a las lágrimas.

¿Qué es mi amor por ti? ¿Y tú me lo preguntas? Mi amor por ti es descender al infierno no para rescatarte yo -como Orfeo a Eurídice-, sino para rescatarnos mutuamente de esta casa en llamas que es la vida del hombre y la mujer todos los días, de este incendio y de este abismo que hemos disfrazado de cotidianidad y seguridad, creyendo controlarlo todo. Te propongo que este 14 de febrero celebremos el tercer no cumpleaños de nuestro hijo, mirando en la noche del sur de Chile -donde ahora nos encontramos- el cielo estrellado, para que en su pavorosa inmensidad descubramos que sus velas son tres estrellas que -aunque sabemos muertas- brillan todavía. Y que repitamos -como guerreros heridos dignos de esta batalla-, con todos los que han cruzado esta prueba de fuego antes que nosotros, el enigmático verso de Dante: "El amor mueve al sol y a las otras estrellas".

miércoles, febrero 06, 2008

Mi nuevo hogar - Cristián Warnken

Cristián Warnken
Jueves 24 de Enero de 2008
Mi nuevo hogar

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Sagrado territorio de las lágrimas, isla del misterio y el dolor, cierra tus frágiles fronteras y no dejes entrar los falsos consejos, las opinologías de todo tipo (las del espíritu sobre todo), las morfinas y psiquiatrías anestesiantes, a los que predican duelos express y a los mercaderes del consuelo. Tú eres ahora mi casa, mi refugio sobre el abismo. Eres el hogar más digno que he logrado levantar en medio de la tempestad.

Aquí quiero estar por mucho tiempo, país y ciudad del dolor vivido a fondo, al descampado, tierra de lo que crece en el silencio, lejos de los que vociferan recetas. Jardín de los "cálices de flores deshojadas con ternura", de las raíces al acecho, tamizadas por una luz muy tenue y temblorosa. Aquí no entran los periódicos, ni se practica el voyerismo del dolor de los otros. Aquí se vive y se habla de un dolor sólo cuando se ha vivido el dolor. Aquí no se apura a los que lloran, porque las lágrimas son el abono del cielo. Aquí se puede blasfemar, gemir, incluso dejar de respirar, perder el habla y la visión. ¿Podría entenderlo el que nunca ha estado aquí? Aquí hay tiempo para abrazar y tiempo para extraviarse en la propia soledad aun a riesgo de perder el camino de regreso.

Apenas conozco un sector de estas tierras; me dicen que sus límites se extienden más allá de lo probable. Pero aquí no hay prisa ni carreras ni metas: caminamos como fantasmas con todo el tiempo del mundo, pasajeros en tránsito a quién sabe dónde. Muchos han querido instalar aquí sus pequeños negocios, sus sucursales del consuelo; pero han fracasado. La delicadeza, la finura, la sutileza de este lugar hace que cualquier discurso o prédica o fórmula suene destemplada, hueca, vacía. En la noche, miramos el cielo estrellado por horas, embobados por el espectáculo de nuestra insoportable finitud. Al amanecer, oímos con gozo y dolor a los pájaros.

Hasta el agua que bebemos a veces nos hiere; muchos cierran los ojos por horas, o se detienen a contemplar acontecimientos muy leves, casi imperceptibles, como si allí, en el reino de los detalles ignorados, algo quisiera ser dicho en susurros o leves pálpitos, sin estrépito. Aquí aprendimos que el misterio es más vasto que la verdad.

Espero con ansia la visita de las arañas de la tarde, de las polillas nocturnas y el paso de las nubes harapientas del mes de enero. El canto de un grillo es a veces mi tabla de salvación. La estrella de la mañana nos espera para ser vista, la luna nos tiene paciencia, el sol se demora en aparecer si es necesario. A veces nos llegan de la otra orilla cartas, libros, regalos. Una línea nos cansa, pero a veces basta para iluminarnos. Los capítulos, los ensayos extensos, los libros de filosofía sistemática parecen, leídos aquí, farragosos, pomposamente inútiles, pesan mucho. Pero uno puede quedarse pegado una hora leyendo una línea del Sermón de la Montaña, o un verso de Rilke.

Me sorprende cómo todo se va dando en la gratuidad completa, cómo todo llega por añadidura, sin anunciarse. Por ejemplo, alguien me dejó una flor de loto que ahora es mi gran compañera: me emociona ver cómo se abre y cómo se cierra, y la amo y la necesito, sabiendo que tiene los días contados. ¿Cómo llegan las cosas, las personas que necesitábamos en el momento preciso? Aquí hacemos sólo una cosa al día, más nos parece desmesura. Hoy escuché que un niño reía en el jardín de al lado; me agazapé entre las ramas y atendí a esa risa con devoción, con nostalgia. ¡Cómo lloré con esa risa, clara, fresca como el agua de la fuente! En fin, es tan difícil de explicar, de decir. ¿Cuándo volverán al mundo? -me preguntan frecuentemente los amigos desde el otro lado-. "Esta es mi casa por ahora -contesto- y mi familia son las horas vacías del verano".

Aquí se vive y se habla de un dolor sólo cuando se ha vivido el dolor.

Aquí no se apura a los que lloran.

martes, febrero 05, 2008

El Viaje - Cristian Warnken

Cristián Warnken
Jueves 10 de Enero de 2008
El Viaje

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"Nada tiene que ver el dolor con el dolor/ nada tiene que ver la desesperación/ con la desesperación/las palabras que usamos están viciadas/no hay nombres en la zona muda".

Un hombre y una mujer avanzan por un camino vacío, un lugar en la montaña donde abandonan a los perros. Avanzan en silencio, y él se repite a sí mismo esos versos, siempre los citaba en sus clases, en sus artículos. Ahora los versos de Lihn laten en su sangre, en su sien, no son sólo palabras. Quiere abrazar a la mujer, que es su mujer, y quitarle ese dolor que la traspasa, sanarla con lo mejor que tiene. Pero sólo tiene palabras, y él ya sabe que no sirven. Ve a decenas de perritos abandonados que salen al camino a buscar comida o agua. Y piensa: "¿por qué los hombres abandonan a los perros aquí?" Dos amigos del alma los llevan, como quien transporta a unos heridos a una posta de urgencia. Han buscado todo tipo de socorro, han acogido todos los abrazos, todas las cartas, las flores, los consuelos de tanta gente, tal vez por eso todavía están vivos. Pero nada puede quitar ese dolor que no tiene que ver con la palabra dolor. ¿No hay nada en este planeta que quite esta pena que los ha sacado del mundo, que los ha lanzado como hojas batidas por el viento fuera del tiempo y del espacio? Sólo el amor los había llevado tan lejos, ahora el dolor los hace flotar en esta irrealidad, como si fueran extraterrestres caminando por un planeta desconocido. Pero avanzan, no puede ser cierto que puedan caminar todavía, son llevados lejos de la ciudad a un lugar donde los esperan. Un monasterio de monjas de clausura. ¿Tú a un monasterio de monjas de clausura, a esta hora de la mañana, mientras abajo, en la ciudad, la vida de todos los días continúa? Los perros abandonados te miran desde la orilla del camino polvoriento. Su mirada está tan vacía e inexpresiva como la tuya. Cierras los ojos. Tu hijo está al fondo de la piscina. Tomas la mano de tu mujer para no caer al abismo que se abre a tu costado. Entonces, alguien abre un portón: es una monja pequeña, sonríe, "parece un duende" -piensas. Los hace pasar a una sala. Afuera casi no hay brisa, el calor del verano parece volver todo tierra baldía. La sala es fresca, detrás de las rejas 14 monjas de clausura te esperan. Se acerca a ustedes, los recién llegados, la que parece ser la madre superiora. Lleva anteojos negros, te dice algo muy preciso al oído, te abraza. Entonces lloras. Sientes que puedes por fin llorar, impúdicamente, ante esas catorce mujeres, y que has cruzado un umbral, fuera del mundo, donde todo es nada. Parece que ya hubieras vivido esto antes. El agua de vertiente con yerbas que te sirven y que calma tu sed. Las canciones que te cantan, las palabras dulces, esenciales, necesarias que te dicen, cada una de ellas, hadas de una iglesia que tú sentías vacía, fría, de discursos, de piedra.

Y el tiempo que parece detenerse, por fin. Tú y tu mujer, que vienen del infierno, parecen sentados ahí en la frontera del Paraíso y esas mujeres que te cantan y abrazan, que no predican, podrían ser las guardias fronterizas de algo en lo que creíste hasta que se acabó la infancia. Estás impaciente -tú que hace una hora ya no esperabas nada-, quieres que te abran la puerta, quieres entrar al jardín, donde encontrarás a tu hijo jugando entre el toronjil, la melisa y la menta. "Las almas de los niños muertos vienen a jugar a los monasterios"-te dicen. Tú quieres jugar con esas almas, miras a tu mujer y sientes que comienzan a flotar, como en la escena de Solaris de Tarkovsky, esa película con la que sellaron su amor hace años. El monasterio entero es una nave espacial que los llevará de regreso a casa; miras por una ventana y ves a los perros aullando, con toda la desolación del mundo, aullando a la nave de las monjas astronautas.

viernes, febrero 01, 2008

Clemente

Cristián Warnken
Lunes 31 de Diciembre de 2007
Clemente ( tercera parte comentarios)

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Llora por ti tu jardín, que siempre insistías en llamar "mi jardín". Llora el intruso gato blanco y negro, que merodeaba por las tardes y que tú llamabas mi gato amigo. Llora el cerro Manquehue, que veías desde la ventana de tu pieza. Llora la plaza de Almirante Acevedo, alrededor de la cual corrías una y otra vez, como un Forrest Gump de tres años. Lloran los resbalines que te vieron crecer en temeridad y por los que te lanzabas con gozo. Llora la montaña del camino de La Pirámide, destrozada por la construcción de autopistas y a la que decías "pobre montaña". Llora tu nana, a la que llamabas "mi reina", "mi Karencita hermosa", piropero precoz.

Lloran las fuentes de agua, ante las que te quedabas en éxtasis mirando caer el agua, el agua que te asombró más que nada en el mundo, el agua de los ríos, el agua de las llaves de agua de la casa, que abrías sin cesar, el agua del mar, oh, tu locura por el agua, Clemente, toda el agua del mundo llora por ti, y mana en nuestras lágrimas.

Lloran por ti Whinnie the Poo y Tigret y Christopher Robbin, y todos sus amigos, porque en sus libros de aventuras te sentías en familia. Tú eras como Whinnie the Poo, tierno, goloso, amical. Llora por ti tu chupete gastado y fiel, que intentamos vanamente botar tantas veces y que ahora te espera sobre la almohada vacía. Lloran por ti las esculturas del Parque de las Esculturas de Pedro de Valdivia, donde fuimos el día antes de tu partida, a correr, a subir al olmo gigante; llora por ti la escultura del ángel sin cabeza que miraste extrañado, llora por ti la librería Ulises, donde estuvimos esa misma tarde y donde hojeaste libros sobre un sillón de cuero. Llora por ti el libro de "Willie, el oso", que te regaló esa tarde Benjamín, el librero, y que no alcancé a leerte.

Llora la escalera de madera de nuestra casa, que bajaste todas las mañanas de tus días. Llora el espejo del baño hacia el cual te empinabas para mirarte, como si fuera extraño tu propio rostro, oh, hermoso, demasiado hermoso para durar aquí, al otro lado del reflejo. Llora la canción "Cangrejito" del grupo Zapallo, que bailaste tantas veces y querías volver a escuchar, pero que se perdió en algun rincón de nuestro bello desorden. Llorará la lluvia en invierno cuando no te encuentre debajo del panel de vidrio, mirándola gota a gota. Lloran los caballos del Club de Polo que siempre venías a espiar. Lloran los cuadros de Santos Guerra que cuelgan de nuestras murallas, y el pueblo de cuento y sus personajes a los que saludábamos como si fueran reales, el hombre del paraguas verde, tus amigos al otro lado del sueño. Llora la playa de Wailandia, donde corrimos mojándonos los pies con las olas, qué fiesta, qué gritos, qué risa. Lloran las gaviotas que pasaban por ahí, llora el restaurant Caleuche, donde fuimos a ver la puesta de sol con Angélica y Laura, llora el rayo verde que nunca se hizo ver. Llora el Estadio Santa Rosa de Las Condes, donde apenas empezabas a ir a clases de fútbol, estadio que desaparecerá, como desaparece todo y todos, porque somos un duelo sin fin. Llora el Parque Forestal donde naciste, llora la calle Ismael Valdés Vergara. Lloran los taxis en los que te gustaba que te llevara en las mañanas a tu jardín. Lloran los tres cojines que tú mismo instalabas obsesivo, hasta que quedaran perfectos (y tu decías "perfecto"), adonde posabas tu cabecita llena de rulos para tomarte tu mamadera. Todos lloran, también tu piscina amada, que te vio, dichoso, nadar, ¡cómo llora desconsolada! Lloran las cosas que tocaste, los lugares donde anduviste, y lloramos nosotros, ya sin lágrimas.

Entonces, ¿por qué ríes, por qué tu cara pura de niño muerto insiste en reír, mientras todos lloran sin consuelo? ¿Por qué ríes, Clemente, amor mío, dolor nuestro?