jueves, enero 08, 2009

Acuerdo

8 de enero de 2009


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Se acaba de informar que sería posible -mediada por Francia- una negociación entre israelíes y palestinos, después de una tregua que no alcanzó a durar tres horas.

¿Es necesario esperar la muerte de decenas de niños para llegar a un alto al fuego por lo demás frágil e incierto?

No puedo borrar de mi retina la foto de los cuerpos de los tres hermanitos palestinos muertos en uno de los bombardeos en Gaza esta semana.

La banalización del dolor a través de la prensa nos ha acostumbrado a coleccionar imágenes como ésta, en nuestra mirada de observadores voyeristas del sufrimiento ajeno. Pero si por una vez los occidentales cerramos los ojos (para volver a ver de verdad), irrumpirá desde el fondo de nuestro inconsciente la voz tronadora de Abraham. Sí, Abraham, el patriarca que nació hace más de cuatro mil años en la legendaria Ur, el que selló una alianza inédita con Dios en Canaán, el ancestro común de todas las religiones monoteístas: el judaísmo, el islamismo y el cristianismo; el que engendró con Sara a Isaac, y con Agar a Ismael. Abraham, padre de Isaac, del que descienden los judíos, y de Ismael, antepasado de los hijos de Mahoma. Voz atávica que clama desde nuestro propio desierto interior. ¿Qué pensará el hombre que tuvo la fe que ningún hombre ha tenido antes y después de él?

Abraham, como un padre desolado, ha visto a sus propios hijos arrancarse los ojos sin tregua, cegados por el atávico "ojo por ojo".

El fanatismo provocador e irresponsable de unos y la prepotencia inmisericorde de otros ante poblaciones civiles "carne de cañón" han difundido a través de los medios una imagen decepcionante del ser humano a los ojos de las nuevas generaciones.

Que no vengan con argumentos geopolíticos, religiosos, históricos, para justificar lo que es sólo odio irracional, odio disfrazado de discurso, pero odio al fin. Al ver este "espectáculo pirotécnico" en la franja de Gaza y en la frontera de Israel es para no creer que pueda haber un Dios al fondo del corazón de estos militares y milicianos en guerra. ¿Acaso el Dios de Abraham no es un Dios de amor? ¿De qué Dios, entonces, estamos hablando? ¿Es que hay un Dios que permite que un suicida reviente con kilos de carga explosiva atada a su propio cuerpo para matar a otros en lugares públicos, sólo porque son otros? ¿Es que a Dios le gustan los muros segregadores, que separan territorios y condenan a poblaciones enteras a la humillación y la miseria? ¿Es que Dios está en la boca del líder de Hamas que promete una venganza devastadora, en la que morirán más inocentes? ¿Es que Dios está en la conciencia del general israelí que ordena bombardear una escuela y blancos donde se sabe que hay niños?

¡Por Dios! Esto no tiene nombre ni cara; esto es la muerte de Dios con todas sus letras, en territorios donde el hombre se encontró por primera vez con el Dios de los monoteísmos. Esto es el desierto que avanza.

Ni los dirigentes palestinos ni los israelíes tienen hoy la autoridad moral para poner fin a este conflicto.

Que renuncien, que reconozcan su estrechez mental y espiritual y que les den la palabra a los anónimos de sus propios pueblos, esos que han sufrido la guerra en sus calles y casas y no detrás de esos juegos de videogame en los que han terminado por convertirse las guerras "posmodernas".

Debe haber muchos, en Israel y Palestina, dispuestos a sentarse en círculo -como lo hacían sus antepasados nómades- para hacer un gesto de grandeza común, que es mucho más que un puro acuerdo de escritorio entre políticos.

Que "acuerden" de verdad: acuerdo viene de "cor", corazón.Y es una palabra emparentada con "recordar": recordar el latido de una sangre común.

Porque al fondo de cada niño asesinado en Gaza es Abraham el que gime, el patriarca que caminó en dirección contraria al exilio y la desesperanza, es el que pierde la esperanza en su propia tierra, que debe demostrar grandeza para volver a llamarse "prometida".