sábado, marzo 29, 2008

Aunque es de noche - Cristian Warnken

De emol.com

Jueves 20 de Marzo de 2008

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Amado hijo: te tengo una noticia muy importante: hoy, a las 2.48 de la mañana, comenzó el otoño. El sol se trasladó del hemisferio sur al norte, cruzando la línea del Ecuador. Ha llegado la estación más hermosa a esta bella ciudad envenenada. Los liquidámbares y los gingos estallarán con su euforia de árboles extranjeros trasplantados aquí. Ojalá abril no sea el mes más cruel, como dijo un poeta de otro hemisferio, sino el más sabio, el que nos enseñe una y otra vez que las hojas tienen que caer para hacerse humus, y que en todo ocaso o final late una remota esperanza. Pisaré todas las hojas posibles por ti, y contigo meteré mis zapatos en todos los charcos de agua, como el niño que nunca debí dejar de ser, me detendré a recibir en la cara todas las brisas de la estación. Nos lo dijo Bob Dylan, quizás el último bardo del norte, en su visita: "La respuesta está soplando en el viento". Valió la pena ir a su concierto, a pesar de la pena, sólo para escucharlo decir otra vez: "The answer, my friend, is blowing in the wind".

Hijo: a veces te siento en el viento, a veces te respiro en el aire de la tarde, cuando todos los niños ya están en sus casas comiendo o preparándose para dormir. Yo ya no espero nada de las imposibles y gastadas preguntas, los "porqués" o "para qués". En tu ausencia, sólo puedo balbucear un "entonces", a lo más un "tal vez".

En el hemisferio norte se espera el fin de la cuaresma con la llegada de la primavera; a nosotros nos toca celebrarla con el otoño. En este fin del mundo, es menos obvia, más interior la coincidencia entre los ciclos de la tierra y ese rito. ¡Y aquí, donde te tocó nacer y morir, las hojas de los árboles nativos son perennes!

Hijo: ésta es la última vez que hablaré de ti a los otros. Ha llegado el momento de que este duelo se eclipse, como uno más entre los millones de duelos anónimos de la multitud de los que siguen alentando pasos sobre la tierra.

Yo -antes de tu partida- creía con un filósofo francés que "el infierno son los otros". Esos miles de correos de los lectores que postearon en los blogs -como rescatistas espontáneos- para tendernos una mano muestran que tiene más razón tu hermano Alonso que Jean Paul Sartre. Él nos contó -apenas partiste- que te habías aparecido en un sueño para decirle: "Dile a mi mamá que no tenga pena, porque la amaré siempre en el corazón de toda la gente".

¿Qué sería de nosotros sin el corazón de los otros? ¡Porque Dios ha callado como un padre ausente y nos ha abandonado a la insoportable sensación de la nada! Son los otros -nuestros hermanos huérfanos- y no Él, nuestro padre, los que hicieron un arca para que no naufragáramos en este mar de lágrimas.

Clemente: ya estás en el corazón de los miles que nos escribieron y regalaron las "extrañas flores del consuelo". Ésas que brotan y crecen lejos del ruido y la furia, "en las holladas praderas de nuestra pobreza".

Hijo: hace más de dos mil años, otro hijo, pero que se decía hijo de Dios, moría, y sus discípulos repartían a todos los vientos la certeza de su resurrección. ¡Yo cambiaría mi propia resurrección -si pudiera, ahora mismo- sólo por abrazarte otra vez!

Hijo: ¿es esa promesa verdad, o el consuelo más extraordinario y hermoso inventado por el hombre para calmar el insoportable dolor del mundo? ¿Nos reencontraremos algún día -hijo y padre pródigos-, o nos disolveremos como una hoja más en el otoño cósmico? Hijo: ¡sólo tú puedes decírmelo al oído, como cuando me contabas un secreto cuando jugábamos! ¡Hagamos trampa esta vez y dime la verdad!: esperaré el otoño, la primavera y todas las estaciones que sea necesario para recibir tu respuesta.

Esperaré que me la traiga el viento. Esperaré como te esperamos nacer. Para nacer de nuevo. Aunque es de noche.

miércoles, marzo 12, 2008

A ti - Cristián Warnken


Jueves 06 de Marzo de 2008 (tomada de emol.com)

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A ti que lees estas líneas, que estás bajando por una de las tantas autopistas de la ciudad en esta mañana de marzo o, tal vez, estás en un vagón del Metro -con la mirada extraviada, como todos los que viajan a esta hora-, o paladeas el primer café y recorres distraído las páginas de este diario, buscando algo que no sabes qué es. A ti, que llevas a tus hijos al colegio y que acabas de no escuchar una pregunta que te hizo tu hija más pequeña, porque estabas pensando en otra cosa. A ti, que acabas de salir de la ducha y te ves un instante en el espejo. A ti, que pasas rápido a mi lado y casi me empujas y no me ves. A ti, que -con apenas 18 años- te levantas con el tedio pegado en el alma y te enchufas al computador para no abrir la ventana de tu pieza que da al jardín. A ti, que miras a tu marido todavía dormir a tu lado, y ves su nuca y su piel gastada, y sientes en el centro de tu pecho un hueco, la sensación de un cansancio del que quisieras huir a miles de kilómetros de ahí. A ti, que estás comprando el pan sin emocionarte con su olor y su temperatura. A ti, que entraste al cajero automático y descubriste que el saldo de tu cuenta era negativo, y sientes miedo, rabia, angustia. A ti, que acabas de dejar a tu niño en la sala cuna y te fuiste sin cantarle esa canción "que a él tanto le gusta". A ti, que acabas de entrar en la oficina y te dispones a iniciar un día igual a todos los días, trabajando sin amor por lo que haces, como pieza de un engranaje que te devora.

A ti quiero agarrarte de la solapa, del brazo -con respeto, pero con fuerza-, a ti quiero detenerte en tu carrera loca y decirte lo que tal vez nadie te ha dicho nunca, porque no se enseña en los colegios ni aparece en los diarios. Yo no soy nadie para quitarte cinco minutos de tu atiborrada y desesperada agenda, soy uno más entre los millones que bajan esta mañana a comenzar un día más en la ciudad. Entonces, ¿por qué habrías de desconectarte de tu "iPod" o apagar tu celular para escucharme? Pensarás acaso que soy un predicador más, un vendedor de seguros, o alguien que quiere robarte a plena luz del día. Sé que me mirarás con recelo, con molestia, con desconfianza.

A ti, que me oyes pendiente de tu reloj, quiero decirte, antes de que desaparezcas devorado por la multitud: "El hombre es desgraciado porque no sabe que es feliz. ¡Eso es todo! Si cualquiera llega a descubrirlo, será feliz de inmediato, en ese mismo minuto. Todo es bueno".

¿Y eso era todo? -me dirás-. Sí, y te digo: todo lo demás, fuera de eso, es nada.

Si te he agarrado de la solapa y te he abordado a esta hora de la mañana de este jueves que escribo es para decirte que eres feliz y no lo sabes. Y que eso que te dije lo dijo una vez un hombre como tú, que se llamó Dostoyevski. Y yo, ¿quién soy para hablarte así, para entrar en tu privacidad y leerte la cita de un ruso que no conoces? Yo soy el muerto. Yo estoy muerto, tú estás vivo.

¿Muerto tú? -me dirás-. ¡Pero si puedo tocarte y verte y oírte!

Sí, pero estoy muerto. Yo me levantaba en las mañanas como tú, prendía la radio como tú, paladeaba un café como tú, miraba distraído las primeras nubes en el cielo, y llevaba a mi hijo al jardín, y no sabía que era feliz, que estaba vivo. No lo sabía, como tú no lo sabes, como no lo saben tantos que no pisan con placer las primeras hojas del otoño, que no se detienen a ver los primeros rayos de luz colarse por la ventana para entibiar la piel del o la que duerme todavía a tu lado.

Pero esto, en realidad, no me lo enseñó Dostoyevksi, sino mi pequeño hijo Clemente, un niño como millones de niños que en este momento son llevados al colegio, un niño que me hizo una pregunta que no escuché una mañana de un jueves como hoy. ¡Eres feliz y no lo sabes! Eso es lo que enseñan los niños que mueren, eso lo aprendemos de un golpe los que morimos con ellos, eso es lo que los vivos como tú no pueden escuchar.