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jueves, junio 06, 2013

Respetable Público (columna del 6/6/2013)

Nos comunican (a mí y a mi equipo) que un programa de entrevistas que venimos haciendo desde hace 16 años en televisión cambiará de horario, a las 8 de la mañana del domingo. La noticia no nos sorprendió especialmente, puesto que apostar por hacer una televisión que dignifique al espectador constituye en estos días una rareza, casi un desvarío extravagante, un "lujo asiático" en tiempos de miseria.


Y hablo de miseria espiritual, esa que no aparece en las encuestas Casen, pero que tiene efectos tan degradantes como la otra, la más evidente. La televisión que me ha interesado hacer guarda un cierto olor a origen: la de una televisión chilena que nació desde las universidades como un servicio al país. Claro, los tiempos han cambiado, el país ha cambiado y la televisión refleja -para bien y para mal- lo que este país es. Enrique Lihn, en la década de 1980, al referirse a la televisión hablaba del "pequeño horno crematorio" donde se "abrasan los sueños", y describe el espectáculo patético de espectadores "reducidos por el showman a su primera infancia", y a las audiencias como "el rebaño que se arremanga atomizado junto al fuego/ en la noche de las cincuenta estrellas".


Al lado de la televisión de hoy, eso sí, la de los 80 (la que conoció y padeció Lihn) nos parece inocente, casi ingenua. La televisión pública y universitaria, como el espacio público, ha sufrido duros embates y mermas en estas décadas, porque asistimos al astillamiento de lo público.


En educación, recién venimos despertando de la ensoñación y la falacia (que algunos lograron inocularnos) de que la usura y la calidad eran compatibles. Nuestras ciudades han sido depredadas por una desmesura y avidez sin límites, y la calidad de nuestra política ha llegado a sus niveles más bajos. Lo más dramático del debilitamiento de lo público no es para las élites, sino para los sectores más populares, que siempre reciben lo peor, lo que "botó la ola": no tienen acceso a buena educación, no cuentan con librerías ni bibliotecas en sus poblaciones, y muchas veces ni siquiera tienen cable para no resignarse a una televisión cuyos noticiarios, con sus vergonzosas pautas, son el síntoma más evidente de la degradación. Desde la infancia han recibido una alimentación chatarra, una educación chatarra, una televisión chatarra. Pocas veces tienen acceso a la calidad, a lo excelso, para poder elegir con libertad.


Pensamos que por ese público valía la pena dar aunque fuera una quijotesca batalla en la única señal de televisión pública (abierta) de nuestro país que iba quedando, el "canal de todos los chilenos". Que lo mejor de nuestro pensamiento, investigación científica y creación artística llegara a hogares condenados a la pobreza no solo social, sino sobre todo cultural, por una élite sin visión ni pasión por lo público.


Al recibir la notificación del cambio de horario (que más bien era una forma de sacarnos de la pantalla, sin sacarnos), tuve la certeza de que esa humillación era inaceptable y que no había que ponerse de rodillas, solo para subsistir en el "horno crematorio". Al negarnos a estar en esas condiciones en pantalla, cuidamos la dignidad y respeto de nuestros creadores, pensadores e investigadores entrevistados (entre ellos varios Premios Nacionales), que merecen un trato por lo menos igual al de las "estrellas" de los realities y a tanto periodista que apenas sabe balbucear muletillas y frases deshilachadas ante los micrófonos.


Por ellos y por un público abusado por el bombardeo de telebasura, hemos decidido no seguir emitiendo "Una belleza nueva" por las pantallas de una televisión que es hoy nuestra Freirina del alma, y donde la belleza está prohibida todos los días. Nos negamos a ser parte de una farsa, el "adorno cultural" de una "televisión pública" que, como muchas palabras en el Chile de hoy, es una palabra vacía. Para nosotros, por lo menos, este show no debe continuar.

jueves, enero 08, 2009

Acuerdo

8 de enero de 2009


Cristian Warnken.jpg

Se acaba de informar que sería posible -mediada por Francia- una negociación entre israelíes y palestinos, después de una tregua que no alcanzó a durar tres horas.

¿Es necesario esperar la muerte de decenas de niños para llegar a un alto al fuego por lo demás frágil e incierto?

No puedo borrar de mi retina la foto de los cuerpos de los tres hermanitos palestinos muertos en uno de los bombardeos en Gaza esta semana.

La banalización del dolor a través de la prensa nos ha acostumbrado a coleccionar imágenes como ésta, en nuestra mirada de observadores voyeristas del sufrimiento ajeno. Pero si por una vez los occidentales cerramos los ojos (para volver a ver de verdad), irrumpirá desde el fondo de nuestro inconsciente la voz tronadora de Abraham. Sí, Abraham, el patriarca que nació hace más de cuatro mil años en la legendaria Ur, el que selló una alianza inédita con Dios en Canaán, el ancestro común de todas las religiones monoteístas: el judaísmo, el islamismo y el cristianismo; el que engendró con Sara a Isaac, y con Agar a Ismael. Abraham, padre de Isaac, del que descienden los judíos, y de Ismael, antepasado de los hijos de Mahoma. Voz atávica que clama desde nuestro propio desierto interior. ¿Qué pensará el hombre que tuvo la fe que ningún hombre ha tenido antes y después de él?

Abraham, como un padre desolado, ha visto a sus propios hijos arrancarse los ojos sin tregua, cegados por el atávico "ojo por ojo".

El fanatismo provocador e irresponsable de unos y la prepotencia inmisericorde de otros ante poblaciones civiles "carne de cañón" han difundido a través de los medios una imagen decepcionante del ser humano a los ojos de las nuevas generaciones.

Que no vengan con argumentos geopolíticos, religiosos, históricos, para justificar lo que es sólo odio irracional, odio disfrazado de discurso, pero odio al fin. Al ver este "espectáculo pirotécnico" en la franja de Gaza y en la frontera de Israel es para no creer que pueda haber un Dios al fondo del corazón de estos militares y milicianos en guerra. ¿Acaso el Dios de Abraham no es un Dios de amor? ¿De qué Dios, entonces, estamos hablando? ¿Es que hay un Dios que permite que un suicida reviente con kilos de carga explosiva atada a su propio cuerpo para matar a otros en lugares públicos, sólo porque son otros? ¿Es que a Dios le gustan los muros segregadores, que separan territorios y condenan a poblaciones enteras a la humillación y la miseria? ¿Es que Dios está en la boca del líder de Hamas que promete una venganza devastadora, en la que morirán más inocentes? ¿Es que Dios está en la conciencia del general israelí que ordena bombardear una escuela y blancos donde se sabe que hay niños?

¡Por Dios! Esto no tiene nombre ni cara; esto es la muerte de Dios con todas sus letras, en territorios donde el hombre se encontró por primera vez con el Dios de los monoteísmos. Esto es el desierto que avanza.

Ni los dirigentes palestinos ni los israelíes tienen hoy la autoridad moral para poner fin a este conflicto.

Que renuncien, que reconozcan su estrechez mental y espiritual y que les den la palabra a los anónimos de sus propios pueblos, esos que han sufrido la guerra en sus calles y casas y no detrás de esos juegos de videogame en los que han terminado por convertirse las guerras "posmodernas".

Debe haber muchos, en Israel y Palestina, dispuestos a sentarse en círculo -como lo hacían sus antepasados nómades- para hacer un gesto de grandeza común, que es mucho más que un puro acuerdo de escritorio entre políticos.

Que "acuerden" de verdad: acuerdo viene de "cor", corazón.Y es una palabra emparentada con "recordar": recordar el latido de una sangre común.

Porque al fondo de cada niño asesinado en Gaza es Abraham el que gime, el patriarca que caminó en dirección contraria al exilio y la desesperanza, es el que pierde la esperanza en su propia tierra, que debe demostrar grandeza para volver a llamarse "prometida".